Naturalmente, traer al recuerdo un acontecimiento triste y funesto puede ser siempre eficaz, no importa si reciente o rescatado del olvido, pero lo es más todavía cuando cada vez que lo evocas -porque el secreto es repasarlo una y otra vez, en especial cuando están en medio de una tarea crucial de la que depende tu próximo contrato de trabajo- te esfuerzas por asociar su origen a un gesto tuyo, una palabra, una conducta cualquiera que fuiste capaz de cometer sin reparar en sus irreparables consecuencias. Esto agregará al dolor inherente al hecho y a las penosas secuelas que pudo dejar en el alma de algún prójimo muy querido por ti, el sufrimiento aportado por la culpa. Y todo a causa de lo que tarde descubriste como tu más estúpido error.
Si acaso no fuese suficiente, puedes intentar aumentar un grado adicional de suplicio, enfocando ahora la decepción que pudo haber provocado tu torpeza en las eventuales víctimas. Piensa por unos segundos como la imagen que trabajosamente te habías esmerado en proyectar e instalar en la generosa memoria de tus invocados personajes, después del incidente, en realidad, se hizo pedazos. Ahora lo descubres: no hay más nada que ocultar ni disimular. Ya todos saben quien eres. De este modo, a la pena y a la culpa, podrás agregar rápidamente el sublime dolor que aporta la vergüenza.
Pero no hay por qué detenerse. Si el sufrimiento purifica, todavía es posible limpiar más tu acongojada alma. Reflexiona ahora en lo irremediable de todo lo anterior. Es decir, detente a examinar hasta qué punto el daño que infligiste, la decepción que causaste, la vergüenza que sentiste y la culpa que se anidó en tu alma desde entonces, no podrán repararse jamás y atormentarán tu conciencia por el resto de tus días. Por cierto, para que esta última recomendación surta efecto y pueda lograr resultados óptimos por periodos muy prolongados, se aconseja no matarse.
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