Uno de los objetos de mis deseos más intensos durante mi niñez fue la vieja máquina de escribir de mi padre. La primera vez que llamó mi atención yo era aún demasiado pequeño para intentar hacerlo algo útil con ella. Pero la curiosidad al final se abrió paso y empecé a hacerla funcionar del único modo que conocía, es decir, como un instrumento capaz de producir una hoja llena de palabras salidas de la propia cabeza. Porque jamás vi a mi papá copiar nada ni a nadie. Sólo se sentaba a pensar en silencio y a oprimir las teclas con cuidadoso esmero hasta llenar el papel con poemas o cartas dictadas por el corazón. Mientras más lo pienso, más me convenzo de que fue allí y no en la escuela cuando escribir se volvió para mí una actividad asociada al amor.
Uno de mis hijos, en cambio, detestó el lapicero desde sus primeras y muy poco gratas experiencias escolares. Fue recién en su adolescencia que pudo descubrir el teclado de una computadora como una puerta de escape que podía liberarlo por completo de él y de cualquier horrorosa obligación caligráfica derivada de su uso. Entonces empezó a escribir poemas y cuentos asombrosos y a vincular la producción de un texto sencillo con el sabor del elogio y con la genuina admiración de sus ocasionales lectores.
Ahora todos crecieron y han ido dejando atrás una manera de estar en el mundo, plagada de gritos desaforados, llantos repentinos, risas irreverentes y obstinaciones indoblegables, pero conservan intacta su divertida y tierna curiosidad por cualquier objeto, suceso, frase o personaje ligeramente fuera de lo común. Una cualidad que haría las delicias de Gianni Rodari, el notable escritor y maestro italiano que hizo del absurdo toda una pedagogía de la creatividad y que explica de un modo u otro la devota consagración al arte –la literatura, la escultura, el teatro, la música- de todos ellos.
Hoy los veo afrontando sus propios sueños e incertidumbres, tomando decisiones y haciéndose cargo de sí mismos, pero qué difícil dejar de asociar su juventud madura con el recuerdo de esa cadena interminable de episodios reveladores de un tiempo de espontaneidades, asombros e ingenuidades sin fin, tan útiles para ayudar completar en cada circunstancia el dibujo exacto de la imagen que ahora expresan. Hay situaciones que su memoria no registra ya, por lo que este fascinante ejercicio sigue siendo mi privilegio.
Cuando un niño destroza su juguete es porque está buscándole el alma, decía Víctor Hugo. Reconozco que escarbar la propia infancia y la de nuestros hijos en búsqueda de tesoros representa una aventura a veces difícil pues, como decía Benedetti, la niñez no es siempre ni sólo un paraíso. Pero creo sinceramente que es también una manera útil y a veces muy necesaria de buscar y completar las piezas de la propia alma.